JuanFelipe

¿Cómo vivir? Pierde la libertad.

Esa fue la sorpresa que se llevaron los jóvenes europeos que cayeron en el servicio militar obligatorio que empezó a expandirse tras la primera guerra mundial.


Imagínate sentirte como un león, con ganas de comerte el mundo, en un continente cuyas ruinas ya no representaban la guerra sino el mar de oportunidades que vendría en su reconstrucción y que justo en ese momento, soñando con empezar, te corten las alas con la notificación de ser seleccionado a prestar servicio militar. 


Contáme una peor condena.


Pasar de levantarse a decidir cómo comerse el mundo, a perder toda responsabilidad de decisión. En la vida del soldado no había espacio para evaluar opciones, la rutina, ceremonias y rituales militares ocupaban cada minuto del día, una simple obediencia a las órdenes del superior era todo lo que ahora había que hacer. Curiosamente esa vida sin opciones no resultó tan trágica como creían, es más, salió hasta placentera. Los reclutas descubrieron que decidir todos los días cómo comerse el mundo generaba una ansiedad que ni habían caído en cuenta que padecían. Ahí llegó la sorpresa, al darse cuenta que paradójicamente, y en sus propias palabras, perder la libertad fue la verdadera liberación.


Colombia hoy no se compara con Francia posguerra y mi vida mucho menos con la de estos jóvenes en su servicio militar, pero guardando las proporciones, creo que he sentido algo similar, en ambos extremos.


Empecemos con el de la libertad total.


Sin un trabajo estándar y recibiendo la independencia, supuesto premio del emprendimiento, me levantaba cada día con infinitas cosas por hacer y una agenda vacía, libertad absoluta para decidir qué hacer, cuando hacerlo, dónde hacerlo.


Cero reuniones, cero jefes, nadie diferente a mi a quien rendirle cuentas.


¿Madrugo a trabajar ó miércoles de golf? ¿Hackathon o voy a almorzar con mi mamá? ¿Juego un turno más de tenis y trasnocho? ¿Invito a cenar a mi papá? Hace mucho no hablo con él y tenerlo vivo es un milagro. ¿Cuánto tiempo leo hoy? ¿Medito media hora o una hora? ¿Sigo en Monomo o pruebo otra idea de negocio? ¿Pádel esta noche? Si no voy mis amigos me sacan del grupo. ¿Trabajo en mi casa, o en el café que vi el otro día en Usaquén? 


Suena tan pendejo que me hasta me da pena contarlo, pero te garantizo que cansa.


El desgaste de tomar decisiones es real y empieza con pendejadas como qué ponerme hoy. A propósito, por eso dicen que no hay nada más rico que el uniforme y por eso ahora mi closet se redujo a 20 camisetas del mismo color. Blanco, como la paz que me trajo.


Esto terminó en que Juan Felipe el supuesto independiente es ahora más esclavo que cualquier empleado, mi jefe es mi rutina. La sigo con una disciplina loca y psicorrígida que hasta me alaga que sea centro de burlas. 


Qué hago, si me pasó lo mismo, perder la libertad fue mi verdadera liberación.


Ahora, en el polo de la pobreza.


En este año de viaje por la educación rural, estamos viviendo en veredas abandonadas por el mundo. Aquí no hay carreteras, aquí no hay acueducto. El agua llega únicamente los jueves, aunque nunca todos los jueves. La energía se va cuando llueve, los caminos son en tierra, las casas en madera con techos de paja, la ducha, no hay ducha. El baño es con totuma. 


Aquí no hay golf, aquí no puedo almorzar con mi mamá, aquí no hay tenis, ni pádel, ni cafecito en Usaquén. Aquí no hay restaurantes que probar, ni muchos planes a donde ir. Aquí no hay opciones, aquí, inexplicablemente, hay una paz que nunca había sentido en mi vida. Aquí se para el tiempo y alcanza para todo. Perder los hobbies que supuestamente me hacían feliz, me tiene más tranquilo que nunca, descubriendo más bien, lo que realmente me hace feliz. 


Parece que la pobreza me está mostrando la verdadera riqueza,  y enseñándome la lección que le enseñó a los soldados, perder la libertad es una verdadera liberación.

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