JuanFelipe

La espada de la verdad.

Llegó el día de firmar las escrituras de nuestro primer apartamento.

La cita era de nuevo en la Notaría de confianza de Patricia. Y de nuevo, llega ella como una reina a su castillo, saludando a cada empleado no por su nombre sino por su apodo. ¿Qué transmite más confianza que llamar a alguien por su apodo?

— ¡Qué hay coste!
— Hey doña Patricia — Le responde con fuerza el evidentemente costeño, detrás de su counter, sonriente. El saludo es un grito de lado a lado de la notaría. Para nada les incomoda la presencia de las otras cincuenta personas que hay alrededor. A nosotros nos da un poco de pena ajena. A ellos les da energía, quieren hacerse notar. Llegó la reina al castillo.
— Dame cinco ya te atiendo — Cierra el coste.

A Patricia le gusta esa atención. Habla duro y dirige la conversción. En las cinco veces que nos vimos siempre se aseguró de tener el maquillaje del mismo color de su ropa, que siempre fue diferente. Siempre con joyas relucientes, siempre con unos ojos turquesa que te atrapaban y una sonrisa que le reflejabas.

La vanidad para nada quita la amabilidad. Una cosa no quita la otra. Patricia era encantadora, con nosotros adorada. Valeria la amó, Patricia amó a Valeria. Conectaron desde el minuto uno. El día que firmamos la promesa de compraventa llegó Patricia con unos lirios amarillos, un detalle que quería darnos como felicitación. Valeria, igual de detallista, obviamente también traía un regalo en agradecimiento para Patricia. Unos lirios amarillos.

— La clave de estos negocios está en sentir la persona. Yo en el primer segundo siento la energía y sé si el negocio va a cerrarse. Contigo lo supe instantáneamente. — Recuerdo que nos dijo alguna vez. Le encantaba hablar sobre su experticia en esto de la finca raíz.

A Valeria le fascina seguirle la cuerda a estos personajes y a Patricia le dio rienda suelta. La segunda cita que tuvieron fueron unas onces en la casa de Patricia para hacerle nuestra oferta formal. Valeria quería que fuera presencial esperando que su sonrisa ayudara para negociar. Dejé en la portería del edificio a Valeria con el plan de recogerla máximo en una hora. ¿Una hora? la cita duró algo más de seis, e incluyó leída de cartas, ángeles, tarot y confesiones sobre matrimonios frustrados. Patricia era espontánea. No diría que ingenua, sentía que calculaba sus palabras, pero espontánea. Sin filtro.

Como estábamos en la notaría listos para firmar podrán deducir que la negociada fue un éxito.




Mientras el coste despejaba su fila y llegaba nuestro turno, nos fuimos a un pequeño café gourmet que había en el local de al lado. Estabamos Andrea, Patricia, Valeria y yo. Andrea era la dueña del apartamento, a escasos minutos de ser exdueña. Parece que el cuento de las energías de Patricia si era cierto pues Andrea también era una mujer supremamene querida, cordial, atenta. Mas recatada, un poco más callada, no menos elegante. Siempre impecable en su pinta, en su maquillaje y su peinado.

Andrea estaba vendiendo porque compró otro apartamento en las afueras de la ciudad para vivir cerca a su club. — Mi esposo pasa más tiempo ahí que en la casa — Lo comprobamos cuando llegó a un par de reuniones varios minutos tarde y todavía con su peculiar (y apretado) traje de equitación.

Nos sentamos, cuatro americanos por favor.

Obviamente abre Patricia la conversación.

— Bueno querida, ¿Cómo va tu apartamento?
— Felices — Responde visiblemente emocionada Andrea. — Ya casi nos los entregan. Ayer fuimos a verlo y no vemos la hora de pasarnos. —

Es un apartamento para estrenar en un proyecto nuevo. Se voltea hacia su cartera y agarra su celular para empezar a mostrarnos unas fotos. Todavía faltan unos detalles, pero así va. Lo muestra con orgullo. Orgullo de quien está comprando casa. El orgullo que ese día también nosotros sentíamos.

Nos muestra fotos de la vista, de la sala cuyo balcón mira hacia el campo del golf. La cocina abierta. Los cuartos todos con baño, el principal con walk-in closet. Es un apartamento pequeño, sus hijos ya partieron. Es un apartamento muy lindo, Andrea está feliz.

— ¡Felicitaciones! — Le decímos casi al unísono Valeria y yo.

Se une Patricia, quien a la felicitación agrega unos consejos para el día de la entrega. — Mucho cuidado con los acabados, con los detalles, con los circuitos eléctricos. Asegúrate de probar todo antes de recibir. Prende las luces, abre las llaves. —
Lo dice con mucha propiedad y hasta le brillan de más sus joyas al sentirse como una experta, al recordarnos que se dedica a eso, que ha construido múltiples edificios, que ha recibido múltiples apartamentos.

— Pero los baños fatales — Dice ahora Patricia.

Valeria y yo quedamos mudos. Con esa sonrisa que se queda a mitad de camino y que no cuadra con la incómoda expresión que refleja el resto de nuestra cara.

— ¿Te parece? — Responde Andrea. Tranquila, con la misma sonrisa incómoda. Como quien no quiere responder, pero le toca.

— Si claro — Responde con contundencia y propiedad. — Ya la tendencia cambió, ya todo va por fuera, no empotrado. — Señala una de las fotos en el celular — Mira el lavamanos debería estar afuera. No, nada que ver. Ahí si se equivocaron. Perdóname que te lo diga así, pero es que yo si digo lo que pienso. — Sonrie y cierra Patricia, esperando no sé que respuesta de nuestro lado.

Como nunca llega, ella misma continua. — La gente dice que yo soy muy directa, pero es que siempre digo la verdad. —

No recuerdo que respondió Andrea, sé que fue muy diplomática ni quizo refutarla. Valeria también sintiendo esa incomodidad quiso ayudar con algún cumplido al apartamento pero sólo logró que todo fuera aún más incómodo, ese cumplido que se siente dicho no porque nace, sino para hacer sentir mejor a quien lo recibe.

Afortunadamente escuchamos el grito del costeño. — ¡Doña Amparo! — Es nuestro turno. Nos paramos y a firmar uno de los días más felices de nuestra vida.




Ya devuelta en el carro le pregunto a Valeria — ¿Qué necesidad tenía Patricia de criticar el baño? — Empezamos a charlar y a recordar la infinidad de momentos en que esto ha pasado. Es un clásico, alguna Patricia siempre aparece por ahí escudada en la verdad para decir algo que consideramos innecesario.

¿Por qué es innecesario? ¿Por qué esta mal decir la verdad? Si me preguntan mi opinión ¿sólo puedo decir lo lindo?

No sé si lo hacen de mala fé, creo que no. No sé si es falta de empatía o extrema ingenuidad. No sé ni siquiera si está mal.

Han pasado varios meses desde ese día, nunca encontramos la respuesta. Hasta ayer. Recostado en la ventana del avión, leyendo las últimas páginas de Bird by Bird de Anne Lamott.

La misma situación con diferentes personajes. ¿Por qué está mal decir la verdad si él mismo me preguntó qué pensaba? En este caso era un estudiante que había criticado el trabajo de su compañero. Agregaba un paso más, retando al profesor. — ¿O me vas a decir que lo que dije no es cierto? —


— Tienes razón. Lo que dijiste es correcto. — Responde el maestro.
— Sólo que con la espada de la verdad, no siempre hay que cortar. También se puede simplemente, señalar.

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